Trueques





Llegamos a Taganga luego de pueblos de mar, de ríos que se fundían en el agua salada, como escapando de las selvas y las sierras. Llegamos perseguidos por mosquitos ebrios de sangre, jejenes indomables, y una brisa que era como el norte para encontrarla, para arroparse en ella y dormir noches de olas y espuma burbujeante.
Encontramos el calor, en un cabo lleno de botes y vendedores de almuerzos que también vendían cocaína y licor. El calor estaba en el aire y en las tabernas que desbordaban sus vallenatos como si fueran el último oasis de humanidad en medio de un desierto.
Nos estábamos convirtiendo en una especie de sopa con piernas, derramándonos en las sombras para ser devorados por las moscas y las hormigas. 
Nos salvó la lluvia, que era como la bendición de una abuela luego de la sal del mar. En un barrio de calles de barro, danzando y saltando bajo la lluvia, girando en torno a una música silenciosa, los techos juntaron el agua para armar cascadas que brotaban de tubos de PVC y eran para esas tardes gris oscuro como un manantial de la juventud para nuestros cuerpos viajeros.
Finalmente, las brisas nocturnas nos arrimaron hasta Villa Mandela, el hostel de Tito, aquel del mar Tirreno. Nos recibió con ese humor italiano que por alguna razón nos resulta familiar a algunos argentinos, breve y sentenciante. 
Aquí estamos hace una semana, viviendo en la embarcación de Tito, todxs tripulantes diversos, algunos fijos, otros solo transeúntes. Nos acompañan también Bambi, la perra de las orejas de globo aerostático, y una gata con nombre enredado, que se deja acariciar y se convierte en hamaca durante la noche.
Tito da cama y comida; nosotrxs acomodamos y vamos tejiendo artefactos pictóricos. El primero en ensamblar ha sido una brújula, que sería algo así como un racconto, como una recapitulación espacial desde donde hoy están nuestros pies. Cerca ya de eyectarnos de Colombia, en volvernos centroamericanos de repente, sin saber muy bien qué significa, brotó una brújula para mirar hacia abajo y los costados, ver esos senderos recorridos y absorbidos por los ojos. Como un tango alegre, ponele. 
Esta brújula es ahora patrimonio de Villa Mandela, está en el centro de una mesa que es el punto de reunión de tantos y tantas que están lanzadas a las rutas, sin rumbo, armando senderos como se construyen castillos de naipes. Acá una brújula para perderse, para seguir recorriendo los polvorosos caminos con las pocas certezas que se necesitan, después de todo. 
Por las tardes, mientras en la paleta el rojo, el azul y el amarillo copulan hasta convertirse en infinidad de colores; mientras los dedos apilan letras frente a una hoja en blanco, duermen la siesta Bambi, la gata Figara y Francesco, el italiano beat. El sol de la tarde ya entra por la mediasombra, y va sumiendo todo en una misma frecuencia constante, como un zumbido, como una ola en el mar.


Norte


Sur



Este



Oeste