Llegamos al pueblo
que quedaba cruzando
el ancho rio Cauca.
Muertos de tos
y calor, arrastrados
por
una carreta hecha de
trozos de recuerdos
y unos grandes
mástiles
con velas tejidas de
alas de mariposas
y
cocidas con hilo
blanco.
Erupcionaban
palabras
de nuestras bocas
vociferantes
de desesperación y
de vida
y cruzábamos un
puente hacia un
pueblo taberna.
Cada esquina era un
derrochón
de licor ordinario y
santo,
de hombres con jeans
y sombreros
de ala en vuelo.
Las pequeñas
cantinas
una al lado de otra,
eran como gemelas,
las danzantes de una
estructura de
espejos
que solo modificaba
los colores,
o quizás los
cuadros colgados en
las despellejadas
paredes.
Recuerdo que
entramos a una
de esas,
de las que tienen
billares
y hombres locales,
mineros de oro,
que miraban nuestro
andar
mientras bebían su
agua ardiente
y fumaban tabaco.
Los recuerdo ácidos
porque era domingo
y la rumba para
todas
estas tierras
americanamente bellas
se teje el sábado
y
se desteje el
domingo
Y en cada tierra su
música
acompasa el trago;
entonces todo era un
horda
de vallenatos
dicharachosos
y acordeantes.
Había mujeres con
cuerpos
apretados en telas
gastadas,
brillosas,
como si esa tarde de
domingo
y ese pueblo
cruzando el rio Cauca
fueran la mismísima
cuna de un
jetset de la cuarta
dimensión,
quizás una berraca
dimensión,
con un jetset de
mineros
dentados con oro,
y manos
resquebrajadas de
sacarlo con
coladores dedos de alambre.
Unos aristócratas
que eructaran
agua ardiente del
valle
y se golpearan con
sus trajes de
mineros asfixiados,
se chocaran unos a
otros,
escuchando
vallenatos
y llorando
abrazados.
Es que todas las
cantinas
eran como
microorganismos
que vibraban al
unisono.
Sin embargo, si uno
miraba
encontraba que los
movimientos eran
todos bamboleos
pendulares
que amenazaban
constantemente con
derrumbar a sus
cortadores,
y uno sabía, en el
fondo de su alma,
que si alguno de los
mineros borrachos
tropezaba
se derretiría
en el suelo de
cemento,
y no se levantaría
jamás.
Recuerdo que
preguntamos
por el baño
y mientras esperaba
a mi compañera
pensaba en el libro
de ese peruano,
un tal Paucar,
o Huaman,
que hablaba de un
rio
que se convertía en
mapa
o en el ángel del
escape
o simplemente en el
bebedero de
un toro sol negro.
Recordé sus relatos
de
la chicha,
y sólo pensaba en
los domingos en
los pueblos de los
andes,
en los domingos en
que el sol
hipnotiza y embota
los sentidos
regalando trago,
tabaco y coca.
Hombres
arrastrándose hacia a sus casas,
como si un dios
pagano
les hubiera partido
un rayo en el cráneo,
dejándolos con el
aturdimiento
del maíz fermentado
en sus entrañas;
y los huainos,
resonando en la piel
cual deja vú
inexorable,
como un silbido de
pitonisa
que dijera que cada
huaino
es un pedazo de
muerte,
y también de
sigilosa vida.
*
Pedimos dos cervezas
como se pide un vaso
de agua,
y ella encendió un
cigarrillo;
mientras miraba
alrededor
sedienta de imagen,
de escena
cinematográfica.